23 de abril de 2009

La mujer del cementerio



Cuando era pequeño, mi abuela solía contarme diversas historias que según ella, habían sucedido en la ciudad de La Plata en los años de su juventud; una de las historias que más temor me causó, fue la de una mujer, que una noche salió a hurtadillas de su casa, para encontrarse con su amiga en una plaza cercana al cementerio de la ciudad; la noche se antojaba por demás oscura y las primeras heladas del invierno sembraban de una fina escarcha el césped y los charcos que la lluvia había dejado durante la tarde. Frotarse las manos, pegarse a su amiga no era suficiente para entrar en calor, por lo que no tardó en aparecer por debajo de la larga falda de su amiga y sujeta al liguero, una pequeña botella con licor de naranja, que pasaba de una a otra en un esfuerzo vano de dar color a las blancas mejillas. Se echaron a caminar sujetándose del brazo en un nuevo intento de no congelarse y fue así como llegaron a la puerta principal del cementerio, casi sin darse cuenta. Envalentonada por el alcohol, Virginia comenzó a meterse con Laura, diciéndole que no era lo suficientemente valiente como para entrar y clavar una estaca de madera en una de las tumbas que se divisaban desde la misma entrada y esta dolida en su orgullo aceptó a cambio de una recompensa, Virginia consintió pagarle el equivalente a un día de trabajo en la fábrica a condición de que entonces esperara a quedarse sola, ella volvería a primera hora de la mañana para ver la estaca en la tumba convenida; sellaron el pacto con un apretón de manos y esa situación dejó escapar una ligera risa nerviosa de labios de ambas amigas, Virginia le deseó suerte, dio media vuelta y se marchó no sin antes advertirle que no pisara las tubas, ya que podría enfadar a los muertos, Laura aún más pálida de lo que el frío la obligaba, le hizo un gesto y comenzó a trepar la verja lateral, el vestido, largo hasta los tobillos no era el idóneo para la tarea, ya que se le enganchó un par de veces hasta que logró saltar, una vez del otro lado, notó como se le enfriaba la espalda a causa del sudor que brotaba de la misma, culpa del esfuerzo. Rompió a caminar hacia la tumba convenida, estaca en mano, hasta que notó como la oscuridad del cementerio la envolvió, en ese momento tomó conciencia de la locura en la que se había dejado meter, culpa de su estúpido orgullo, tragó saliva y continuó. Notó como las botas se hundían en la tierra húmeda a causa de las lluvias, cuando por accidente pisó la tumba en cuestión y recordó las palabras de Virginia al irse, “No pises las tumbas, o los muertos se enfadarán”, tonterías se dijo para si misma, tomó aire, elevó la estaca por encima de la cabeza y de un golpe certero la enterró en la tierra reblandecida de la tumba, se quedó unos segundos en cuclillas, intentando recobrar un poco del aliento que el temor le había robado, oyó unos chasquidos cercanos y comprendió que era el momento de marcharse y al querer hacerlo, notó como algo la sujetaba desde los bajos del vestido impidiéndole huir, el corazón se le iba a salir del pecho, la garganta cerrada era incapaz de emitir sonido alguno, tiraba cada vez más fuerte pero la resistencia que encontraba era superior, comenzó a notar que el aire no le llegaba a los pulmones, la presión en la cabeza cada vez era mayor y las pulsaciones habían superado las doscientas, presa del pánico, alcanzó a notar una punzada profunda en el pecho y con gesto aterrado, se desplomó muerta en el lugar.
A las 6 de la mañana, tres horas después de lo ocurrido, el guardia del cementerio la encontró, tirada sobre la tumba y al querer levantarla vio que una estaca de madera, estaba sujetando el vestido contra la tierra.

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