Toda la casa estaba a oscuras a excepción de la cocina donde Laura se
disponía a servirse una infusión. El agua del pequeño caldero había comenzado a
hervir hacía unos segundos, pero ella no podía dejar de mirar la taza, como si
estuviera poseída por una especie de embrujo que no dejara que pudiera o
quisiera quitarle los ojos de encima. La tapa del caldero, producto de la
fuerza del hervor comenzó a temblar y a golpear a este compulsivamente, ese
ruido la devolvió a la realidad; apagó el fuego y se sirvió el agua, notó como
la placa pasaba de un rojo incandescente a su color habitual, solo calor
residual, pensó y acercó su mano a escasos tres centímetros y aguantó hasta que
noto como la palma de la mano comenzaba a quemarse, esa sensación de dolor,
lejos de serle incómoda le resultaba agradable, le sacudía algo por dentro,
como si una especie de maquinaria antigua comenzara de improviso a funcionar y
moviera engranajes desconocidos, ocultos. Apartó la mano y con calma, con esa
calma del que vive sin tiempo por delante la giró para contemplarla y pudo ver
como las primeras bolsas de agua se habrían paso entre la piel quemada, casi en
carne viva, cerró el puño con fuerza y sonrió, esa sonrisa era capaz de helarle
la sangre a mismo diablo. Notó como la adrenalina se apoderaba de todo su ser,
extendió los abrazos en cruz, llenó los pulmones de aire y mirando al techo
gritó, gritó con tal energía que notó como esa sensación explosiva la
abandonaba y cayendo de rodillas al suelo, colocó su mano en el regazo y contemplando
lo que se había hecho, rompió a llorar.
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