Cuando
era pequeño, mi abuela solía contarme diversas historias que según ella, habían
sucedido en la ciudad de La Plata en los años de su juventud; una de las
historias que más temor me causó, fue la de una mujer, que una noche salió a
hurtadillas de su casa, para encontrarse con su amiga en una plaza cercana al
cementerio de la ciudad; la noche se antojaba por demás oscura y las primeras
heladas del invierno sembraban de una fina escarcha el césped y los charcos que
la lluvia había dejado durante la tarde. Frotarse las manos, pegarse a su amiga
no era suficiente para entrar en calor, por lo que no tardó en aparecer por
debajo de la larga falda de su amiga y sujeta al liguero, una pequeña botella
con licor de naranja, que pasaba de una a otra en un esfuerzo vano de dar color
a las blancas mejillas. Se echaron a caminar sujetándose del brazo en un nuevo
intento de no congelarse y fue así como llegaron a la puerta principal del
cementerio, casi sin darse cuenta. Envalentonada por el alcohol, Virginia comenzó
a meterse con Laura, diciéndole que no era lo suficientemente valiente como
para entrar y clavar una estaca de madera en una de las tumbas que se divisaban
desde la misma entrada y esta dolida en su orgullo aceptó a cambio de una
recompensa, Virginia consintió pagarle el equivalente a un día de trabajo en la
fábrica a condición de que entonces esperara a quedarse sola, ella volvería a
primera hora de la mañana para ver la estaca en la tumba convenida; sellaron el
pacto con un apretón de manos y esa situación dejó escapar una ligera risa
nerviosa de labios de ambas amigas, Virginia le deseó suerte, dio media vuelta
y se marchó no sin antes advertirle que no pisara las tubas, ya que podría
enfadar a los muertos, Laura aún más pálida de lo que el frío la obligaba, le
hizo un gesto y comenzó a trepar la verja lateral, el vestido, largo hasta los
tobillos no era el idóneo para la tarea, ya que se le enganchó un par de veces
hasta que logró saltar, una vez del otro lado, notó como se le enfriaba la
espalda a causa del sudor que brotaba de la misma, culpa del esfuerzo. Rompió a
caminar hacia la tumba convenida, estaca en mano, hasta que notó como la
oscuridad del cementerio la envolvió, en ese momento tomó conciencia de la
locura en la que se había dejado meter, culpa de su estúpido orgullo, tragó
saliva y continuó. Notó como las botas se hundían en la tierra húmeda a causa
de las lluvias, cuando por accidente pisó la tumba en cuestión y recordó las
palabras de Virginia al irse, “No pises las tumbas, o los muertos se
enfadarán”, tonterías se dijo para si misma, tomó aire, elevó la estaca por
encima de la cabeza y de un golpe certero la enterró en la tierra reblandecida
de la tumba, se quedó unos segundos en cuclillas, intentando recobrar un poco
del aliento que el temor le había robado, oyó unos chasquidos cercanos y
comprendió que era el momento de marcharse y al querer hacerlo, notó como algo
la sujetaba desde los bajos del vestido impidiéndole huir, el corazón se le iba
a salir del pecho, la garganta cerrada era incapaz de emitir sonido alguno,
tiraba cada vez más fuerte pero la resistencia que encontraba era superior,
comenzó a notar que el aire no le llegaba a los pulmones, la presión en la
cabeza cada vez era mayor y las pulsaciones habían superado las doscientas,
presa del pánico, alcanzó a notar una punzada profunda en el pecho y con gesto
aterrado, se desplomó muerta en el lugar.
A las 6 de la mañana,
tres horas después de lo ocurrido, el guardia del cementerio la encontró,
tirada sobre la tumba y al querer levantarla vio que una estaca de madera,
estaba sujetando el vestido contra la tierra.
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